miércoles, 16 de mayo de 2012

Cuentos desde mi rincón: Un judío en el Califato de Córdoba



Esta historia comienza en 28 de febrero  del año 921 de nuestra era cuando Abderraman III califa de Al-Andalus gobernaba con sabiduría todo su vasto territorio:  la mayor parte de la península ibérica. Fuera de sus tierras estaban los reinos cristianos con los que mantenían una paz más o menos estable, sosteniendo con ellos  lazos comerciales y de vecindad. Córdoba era  la capital de su imperio  y el centro de la cultura y la administración del Califato, además de ser el lugar  de residencia del califa con su familia y toda la corte.


Abderraman tenía un hijo llamado Alhakén al que adoraba, un muchacho despierto y voluntarioso que algún día llegaría a ser su sucesor. El príncipe de apenas 10 años tenía un amigo de sangre judía llamado Ezra hijo del doctor Levy médico de palacio. Habían nacido con un día de diferencia y desde ese momento fueron inseparables.

Aquella mañana cuando Ezra fue a las habitaciones de  Alhakén como cada día, éste comentó que tenía algo que enseñarle, se le veía muy contento y excitado. Cuando el ama  salió de los aposentos, le hizo una señal para que le acompañara y corrieron en dirección a las cuadras. Al llegar, Alhakén se paró delante de una de ellas señalando con la mano su interior. - Mi padre me ha comprado el “pura sangre” que quería, aquel  corcel árabe que vimos en Fez, cuando fui con él en su último viaje. Acaba de desembarcar en el puerto y lo han traído directamente a palacio.

Ezra se acercó y  contempló la bella estampa del caballo: Era negro como la noche, con las crines largas y peinadas y  la cola alta, desafiante.  Tenía una estrella blanca en medio de los ojos donde se encuentra la  jibbah, no era muy alto pero tenía las patas  fuertes y potentes. En sus ojos había inteligencia y se le veía nervioso y temperamental.

Ezra preguntó al príncipe el nombre que tenía el animal y el muchacho le contesto que su padre le había dejado a él la decisión de buscarle uno. Ambos niños se sentaron en un fardo de paja concentrados en buscar el nombre perfecto. -¿Qué tal si le ponemos Mahir, significa rápido en hebreo? -Dijo Ezra. El pequeño Alhakén, pensó un momento y  decició que era un buen nombre ya que   su caballo sería sin duda  el más veloz de la tierra.

Cuando el príncipe se acercó a darle una manzana, el caballo se asustó y levantó las patas, golpeándole  con sus cascos delanteros en la cabeza.  Alhakén cayó de espaldas y una mancha de sangre comenzó a extenderse  por el suelo. Ezra asustado corrió al palacio en busca de ayuda.
El médico de la corte acudió rápido y llevaron al pequeño príncipe a sus aposentos.

Pese a la determinación y a los cuidados que se le otorgaron  murió al cabo de una hora y el califa preso del dolor mató al caballo y  mandó buscar a Ezra.  Le  culpó de la muerte de su hijo y le condenó a morir también. Encerraron  al niño en la cárcel hasta la ejecución que se llevaría a cabo después de los funerales por Alhaken. El padre del muchacho intentó interceder por él, pero Abderraman,  estaba tan dolido por la pérdida que no quiso recibirle.

El juez Muhammad ben Ahmad amigo del doctor Levy,  consiguió sacar a escondidas de la cárcel al niño y enviarlo a tierras cristianas donde un monje, con el que mantenía relaciones de amistad, le  tomó bajo su  protección. Cada año en el monasterio se recibía una considerable suma de dinero a cambio del bienestar del menor. El prior sustituyó  el nombre del pequeño llamándole a partir de ese momento Abelardo, impidiendo así que algún comerciante judío o árabe pudiera reconocerlo.

El chico creció rodeado del calor de los monjes y la sabiduría del monasterio. Aprendió a leer, a escribir, los fundamentos de las matemáticas y otras materias que hicieron de él un gran  conocedor de las grandes obras de ingeniería de los principales maestros. A la edad de 20 años su  fama como constructor se extendía por todas partes.

 Un día se recibió un correo en el monasterio reclamando los servicios de Abelardo. Abderraman  le mandaba llamar para que dirigiese los trabajos de ampliación de la mezquita.  Los monjes le instaron a que se negase que era peligroso, pero Abelardo no hizo caso y decidió acudir a la llamada del Califa.

 Le encomendaron la tarea de construir el Alminar, torre de llamada a la oración. Durante el tiempo que duró la obra, alrededor de 10 años, Abelardo en secreto,  estuvo en contacto con sus padres y  con el resto de su familia, pudiendo disfrutar de su compañía y recuperando el tiempo que habían estado separados.
 Antes de acabar las obras, una noche Abelardo entro en la torre sin ser viso y  en unos de los frisos que adornan su interior, colocó un adobe con una cruz tallada y una inscripción que rezaba: “” A la memoria de mi amigo Alhakén””. Lo colocó tan escondido que nadie ha podido encontrarlo aún. Ezra jamás olvidó a su compañero de juegos y construyendo el Alminar quiso ofrecerle su homenaje secreto y póstumo.

 Cuando se acabaron los trabajos de construcción, comprobaron que era magnífica  y  difícil de igualar, dándole  un esplendor nuevo a la mezquita.

El Califa  en agradecimiento a su gran labor  le nombro constructor real y le encargó  el diseño y la dirección de las obras de otra ciudad a 8 km de Córdoba, Medinat al-Zahra.

Abderramn III , el gran califa de Al.andalus,  jamás supo que se encontraba ante  aquel niño que él condenó a muerte y Ezra supo entender y perdonar el dolor de un padre.

 Aquel judío que un día, siendo niño,  tuvo que huir, fue el encargado, con su trabajo  de dar  más esplendor al reinado del Califa.

Pero esa sera otra historia..


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