Entró en la habitación y se acercó a la ventana. La lluvia caía incesantemente y con su repiquetear en los cristales provocaba un soniquete casi hipnótico.
En aquel momento el viento arreció y proyectó, con más fuerza si cabe, el agua sobre la cristalera lanzando las gotas como pequeños dardos capaces de taladrar aquella fina lámina de vidrio. Era la única luz natural de la habitación. Bueno, si no contamos con una claraboya de un metro cuadrado que la falta de los cristales, sustituidos por una plancha de PVC, no la dejaba realizar su cometido: permitir el paso de la luz.
Echó un vistazo a la calle casi con vergüenza de que la vieran allí. Tras la cortina de agua contempló el deambular de un montón de paraguas multicolores que se movían de prisa, los coches salpicando en la acera a todos los peatones y un hombre parado debajo de la marquesina del autobús, justo en frente, fumando un cigarrillo y observando, con aspecto cansado y aburrido, todo lo que le rodeaba.
Volvió la vista al interior y con mirada crítica contempló todo aquello que estaba al alcance de sus ojos.
Los desconchones en la pared por las filtraciones hacían que el ambiente dentro de la estancia se tornara frio. Todo aquel rincón, justo debajo de la ventana, rezumaba agua y las manchas de humedad hacía tiempo que dibujaban formas abstractas en el muro, como si el fantasma de algún grafitero se hubiera entretenido en hacerlas. En ese sitio se encontraba un fregadero que alguna vez fue de porcelana blanca pero que los golpes y la suciedad le habían cambiado el color a un amarillo grisáceo. Dentro del saneamiento( bonita palabra para un lugar que era de todo menos sano): una lata de fabada Litoral abierta, tan enmohecida que podría haber surtido de penicilina a toda África, una cuchara que una vez fue de algún tipo de metal pero que el óxido la había repintado y dado su color marrón característico y un plato transparente de Duralex partido en dos. Eran los únicos signos de vajilla que había en aquella minúscula cocina, si ese nombre se le podía dar a aquel rincón. Un grifo de cobre con una gota cayendo cada medio segundo confirmaba que aún había agua en aquel lugar, aunque pensó si algún valiente se atrevería a beber algo salido de ese grifo.
De la suciedad de las paredes daba fe el color más claro que se veía en el lugar donde debía colgar derecho un cuadro y que no hacía mucho, suponía que con algún portazo, colgaba de medio lado por la falta de una alcayata en la pared. La pintura era una lámina de calendario amarillenta de un paisaje marino, no tenía cristal y al marco de plástico le faltaba uno de los lados, justo por el que debería haber estado colgado.
Debajo del cuadro había colocado un sofá tapado con una manta ajada de rayas multicolores, con tonos que en su momento fueron brillantes y alegres y ahora se mostraban opacos y deslucidos por el paso del tiempo y la falta de lavados o quizás el exceso de ellos. Desde luego, lo que si dejaba claro el diván es que invitaba a no sentarse en él, ya que la funda no podía tapar los socavones que se vislumbraban en los cojines y que amenazaba con tragarte si osabas poner las posaderas en ellos.
Frente al sofá y centrado en una pared, se aposentaba un mueble de un estilo indefinido muy parecido a un aparador, del que el barniz había desaparecido hacía mucho y un montón de rayas y letras hechas con distintos instrumentos punzantes, daba cuenta del paso del tiempo y de sus propietarios. Tenía tantas palabras grabadas que se podría escribir su historia desde su origen. Una de las patas había sido sustituida por cuatro guías de páginas amarillas de Telefónica, supuso que robadas de algún descansillo en los bloques colindantes. En el centro del mueble una televisión de catorce pulgadas era el único exceso de modernidad que había en la habitación, aunque al estar desenchufada no dejaba claro si solo era un mero adorno.
Una bombilla desnuda y sucia que pendía de un cable era la única iluminación artificial en toda la estancia.
Otra de las paredes, al otro extremo de la ventana, estaba presidida por un catre de muelles, con un colchón de lana demasiado pequeño para aquella cama. Una vieja manta del ejército estaba doblada de manera pulcra encima del colchón, se le veía algunos agujeros, sospechosos de que en ella habían tomado posesión una multitud de pequeños seres adictos al consumo de tejidos. Un orinal de porcelana desportillada, quizás con más años que las mismísimas cuatro paredes que lo cobijaban, se encontraba debajo de la cama, además de otras cosas que prefirió pasar de largo y no fijarse mucho.
Al lado había una mesilla de noche con tres cajones, que ni siquiera deseó imaginar su contenido. Encima una palangana de loza y una jarra a la que le faltaba media asa y las flores que la decoraban se habían borrado parcialmente. En alto, colgado de la pared había una tabla de madera, con una inscripción “”MERCAMAD..””. Tenía pinta de haber sido arrancada de una caja de fruta o pescado y colocada a modo de estante con un par de cuerdas de esparto. En este precario armario descansaba un peine que estaba pidiendo a gritos la jubilación, un bote vacio de pasta de diente y una cuchilla de afeitar oxidada por el tiempo. Este improvisado cuarto de baño se completaba con un espejo redondo de un tamaño tan pequeño que no permitía ver todo el rostro de una vez. Parecía un lunar en aquella pared grisácea.
Echó una última mirada a la estancia con ojos desconsolados. La propietaria de aquel infecto universo no paraba de parlotear remarcándole todas las posibilidades que ese “”loft”” tenía, pero que ella en ese momento no podía ver. Cerró los ojos y abrió el bolso, meditó durante medio segundo y al final sacó un sobre que le dio a su acompañante: la fianza y el mes de alquiler…
La mujer se marchó rápidamente despidiéndose con un adiós casi susurrado y con miedo que se volviera atrás y tuviera que devolver el dinero, cerró la puerta tras de sí, no si dejar antes, encima del precario aparador, las llaves del apartamento.
Cuando la puerta se hubo cerrado miró al suelo de cemento ya que las baldosas hacían tiempo que habían desaparecido, aunque aún quedaban tres que daban fe de que alguna vez existieron. Con miedo soltó la maleta y se sentó encima… Esto es lo único que puedo permitirme de momento, se dijo llorando desconsolada.
Un rato después cuando se calmó y ya no le quedaban lágrimas, se obligó a echar otra mirada a lo que le rodeaba. Esta vez empezó a ver posibilidades donde antes solo había desastre y desolación. Sonrió….
Pero esa será otra historia….
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