Las flores y las plantas adornan las casas de mi pueblo dando un toque de color a las calles.
He de decir, además, que esta casa tiene un recuerdo entrañable para mí y supongo, porque yo ya no lo viví, que para algunas otras mujeres de mi generación y posteriores.
En una de sus muchas habitaciones, que daban al patio, con olor a fogones y quesillos frescos, aprendí que mi pueblo tenía límites con España más allá de la gasolinera de la Cruz del Gallo, el final de la calle Monte o los lavaderos de El Almendro (hasta ahí podía llegar en mis correrías infantiles). Además, aprendimos que la España inmensa que había detrás, también tenía límites con una Europa aún desconocida, pero que estaba constituida de ciudades con nombres difíciles de memorizar. Aunque pusimos en el mapa algunos de ellos, que nos sonaban por haberse ido amigas o familiares: Frankfurt, Bonn, Offembach....
En esta casa me enseñaron que había corrientes de agua más grandes que el arroyo de la calle Viña", donde me paraba cada tarde con las amigas a coger renacuajos o incordiar a los patos; supimos que había montañas más altas que la Peña Maya, para la que hacía falta preparar una excursión en toda regla con avituallamiento (un bocadillo) para trepar a su cumbre.
Y lo más importante, en esta casa, dos jóvenes maestras que acababan de terminar sus carreras, estrenaban con nosotras los nuevos métodos de enseñanza, donde la letra no entraba con sangre, sino con paciencia y cariño, y que no hay que tenerle miedo a un libro en blanco y negro con pocas fotografías y mucho texto. Sobre todo me enseñaron que aprender es lo más hermoso que hay. Gracias a ellas, aún sigo estudiando.
Mi agradecimiento a ambas, la Srta. Manoli "la de la Burrilla" y la Srta. Paqui Paleta, porque sus nombres siempre irán ligados a mis mejores recuerdos infantiles y al cambio que supuso para mí amar los libros.
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