Estaba sentada sola en la playa alejada del grupo con el que tendría que viajar pasados unos minutos. Era noche cerrada y el color oscuro de su piel hacia que apenas se la distinguiera del entorno, solo sus enormes ojos eran visibles. Miraban al cielo cargado de rutilantes estrellas que ponían un poco de luz y espantaba el miedo que la estaba atenazando. En sus brazos el bebé no paraba de llorar, había intentado darle de mamar pero ya no tenía leche. La falta de sustento había dejado a ambos sin nada que llevarse a la boca.
Se encontraba allí aguardando para cruzar el estrecho hacia la tierra prometida, donde los alimentos se hallaban en las calles y solo había que cogerlos, o por lo menos eso le habían dicho unos conocidos de la aldea a las familias . La suya, había tenido que desprenderse de todo su ganado para pagar el viaje, entendiendo, como cualquier padre, que necesitaban un futuro
Ahora había llegado el momento, estaba ahí aguardando para subir a un barco. Miró alrededor y pensó: demasiado pequeño para tanta gente.
La sentaron en el centro de la embarcación junto a unos 50 hombres y 20 mujeres, algunas al igual que ella, cargaban con sus hijos, arropándolos y cobijándolo dentro de sus cuerpos, protegiéndolos del frio y la humedad que calaban hasta los huesos.
Cuando llevaban un par de horas navegando, se desató una tormenta. El viento lanzaba la barcaza contra las olas y apenas podían mantenerse dentro. Una de ellas pilló a la lancha de costado y la volcó. Se vio sumergida en las frías aguas del estrecho aún con su hijo en brazos, pudo sacar la cabeza y vio que les esperaba…Miró a su pequeño por última vez, le beso y se dijo: “”Nadie dirá nunca que no lo intenté””. Una ola les pasó por encima y les llevó juntos al fondo.
En su aldea siempre creyeron que se encontraban en la tierra prometida donde vivían felices. Quizás no estaban del todo equivocados.
Pero esa ya no será otra historia…
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