Una ráfaga fría de viento entró por la ventana y me hizo tiritar. Miré fijamente hacia el exterior aunque sin percatarme de que estaba viendo realmente, solo el dolor que sentía era lo único que me mantenía en pie
-ya pasó-, me dije.
Todo empezó un mes antes cuando a mi marido le diagnosticaron un cáncer. No había antecedentes, no había síntomas, no había fiebre… Solo las palabras del médico del hospital al decirnos que le quedaba poco tiempo, que había varios órganos afectados y no merecía la pena tocar ya que las posibilidades y el tiempo eran escasos.
Lloré, rogué, imploré y supliqué clemencia, convirtiendo al médico en un juez implacable que pudiera conmutarle la pena de muerte, que pudiera absolverle del único delito que había cometido: estar vivo.
Miré a mi marido, estaba muy tranquilo, como si hubiera esperado esa respuesta sin haberla buscado. Solo sus ojos tenían un velo de tristeza. No habló una palabra, simplemente se quedó pensativo y solo después de que yo me calmara y dejara de buscar razones, con las lágrimas fluyendo en silencio, dijo que tenía mucho que hacer. Se levantó se despidió del médico y cogiéndome del brazo nos dirigimos a la puerta.
Ese mes fue caótico y lo vi trabajar duro, intentando atar todos los cabos sueltos que dejamos en esta vida. Empezó a llamar a toda la gente con la que tenía algún tipo de relación y comenzó la despedida… Yo le miraba de reojo, preocupada porque en algún momento sabía que sería consciente de la situación y acabaría derrumbándose, pero él seguía llamando, charlando, devolviendo libros prestados, escribiendo cartas atrasadas y poniendo todo los papeles en orden…
Los días pasaban inexorablemente y veía claramente el deterioro físico que iba experimentando….cada vez le costaba más trabajo coger un bolígrafo y un papel o mantener una conversación fluida con alguien…pero seguía impertérrito y por más que le decía que descansara él se empeñaba en que había recorrido un camino acompañado de mucha gente en esta vida y ahora debía de realizar la vuelta, diciendo adiós a sus compañeros de viaje…
El 23 de abril terminó con todas las tareas que se había encomendado y en ese momento se volvió hacia mí y me dijo que ahora todo el tiempo que le quedaba era exclusivamente mío…
Nos sentábamos en nuestro dormitorio, en unos sillones situados al lado de la ventana, y allí con la vista puesta en la colina de enfrente, en los verdes prados y en las rosas que poblaban el jardín, charlábamos de nuestra historia, anécdotas de juventud y de que había significado nuestra vida en común para cada uno. Nos confesamos los secretos inconfesables y nos dijimos todo aquello que nunca pudimos o quisimos decir, de esta manera dejábamos pasar el tiempo que nos quedaba, conociéndonos por primera vez.
Aquella tarde del 2 de mayo, me quedé un momento absorta mirando el jugueteo de unos gorriones en el jardín, con su mano en la mía, intentado sujetarle la vida para que no se le escapara… y entonces una ráfaga de viento entro por la ventana que me hizo tiritar y me volví a sonreírle, diciendo que me perdonara que me había distraído, pero las palabras no llegaron a salir de mi boca… sus ojos me estaban mirando, una única lágrima había resbalado de ellos y una sonrisa se dibujaba en sus labios ya inertes…Me quedé sentada con el dolor irradiando desde mi corazón a cada fibra de mi ser, pero detuve el llanto que pugnaba por salir…y permanecí en silencio aun cogidos de la mano contemplando el horizonte hasta que vi el sol desaparecer por él…
Me levanté, cogí el teléfono e hice una sola llamada.
Pero esa… será otra historia
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