Hacía media hora que les habían convocado y todos esperaban indecisos aquella reunión. En medio de la sala de talleres de la fábrica se respiraba ansiedad y en el aire se podía cortar la incertidumbre que los trabajadores exhalaban por cada poro de sus ennegrecidas pieles. En la reunión convocada con muchas prisas, les habían comunicado el cierre de la empresa. Todos empezaron a protestar airadamente y Don Julián el empresario, un personaje orondo, simplón y muy pedante, les pidió un poco de templanza y cordura a la hora de discutir los pormenores de las indemnizaciones ya que todos iban en el mismo barco.
-¿Templanza?-repitió Roberto, padre de cuatro hijos y 30 años en la fábrica,- es fácil pedirla cuando le respaldan un montón de millones, cuando abandona el barco antes de avistar siquiera el iceberg y nos deja sin un bote salvavidas. Mis hijos no comen de la templanza.-Dio media vuelta y sin decir nada más regresó a su puesto de trabajo. Todos le miraron en silencio y comenzaron a imitar a Roberto. Don Julián se quedó hablando solo.
El reloj marcó la hora de la salida y los obreros sorteaban la puerta medio abierta, no antes de pasar por la máquina de fichar, cabizbajos, tristes y con un rictus de preocupación en sus rostros.
Cuando Roberto llegó a casa encontró a su esposa esperándolo como siempre para cenar, aunque esta vez los ojos rojos indicaban que algo había cambiado. La miro en silencio, expectante aunque sabía la respuesta de antemano a sus lágrimas. La mujer de Cristóbal, su compañero, la había llamado comunicándole la noticia. Se acercó, le dio un escueto abrazo, como con vergüenza y le dijo que no se preocupara, siempre habían sabido sortear todos los sinsabores de esta vida y seguirían haciéndolo.
Una semana más tarde, Don Julián consiguió el permiso para cerrar la fábrica y ponerlos a todos en la calle. Y eso hizo..
Esta mañana Roberto se hallaba en la cola del paro esperando arreglar los papeles, intentando conseguir una ayuda para la familia, era la primera vez y estaba avergonzado de su situación. Tenía la vista fija en el suelo, cabizbajo y evitaba las miradas de todos los que componían aquella larguísima fila y así ahorrarse entablar conversaciones y tener que explicar su situación.
Un guardia de seguridad, de manera altiva y con gestos airados, dio paso a aquellas personas que ojeaban una y otra vez los papeles, intentando repasar si los formularios estaban debidamente rellenados y firmados, y si cumplían todos los requisitos que se les exigían para cobrar las exiguas ayudas.
Al abrirse las puerta de esa oficina, Roberto miró al frente por primera vez, vio gente cogiendo número en las máquinas expendedoras de tikes, para ser atendidas en unas mesas, donde otras personas de manera impersonal y con aire de cansancio, escuchaban las historias de cada uno. Vio los rostros de todos ellos. En todos se reflejaba tristeza y lo que es peor, conformidad con la situación.
En ese instante, se percató de algo, había entrado en un mundo donde las penas eran el primer plato en la mesa a la hora de comer, donde el tiempo se hace corto cuando te ponen límites y donde la desesperación por agarrar al futuro hace que el presente pase inadvertido para todos. Ese lugar era recordatorio constante de tus logros, de tus fracasos, pero sobretodo, del cuanto vales para los demás. Estabas a la venta en un mercado, donde no siempre la profesionalidad era la oferta del día.
Pero esa algún día, será otra historia…
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