Tenía doce años y volvía del colegio como cualquier otro día, aún no sabía que algo iba a cambiar esa tarde. Cuando llegué a casa mi padre leía el periódico muy serio y mi madre en la cocina preparaba mi bocadillo con los ojos rojos de haber llorado. Les miré de soslayo y vi preocupación en sus rostros. Algo me decía que tenía que ver conmigo y que no me iba a gustar. Empecé a repasar que había hecho mal en los últimos días: Me había dejado los deberes de mates en casa antes de ayer; protesté por las lentejas; no había hecho mi cama ni arreglaba mi cuarto…Eso no parecía mucho para que estuvieran tan serios.
Cuando terminé el vaso de leche e iba a marcharme a jugar mi padre levantó la cabeza y me dijo que esperara. Ambos se sentaron conmigo, uno a cada lado. Mamá cogió mi mano y ví lágrimas en sus ojos. Papá con apenas un susurro me dijo:
-Cariño hay algo que debes saber y ha llegado el momento. No es fácil para mí y no se cómo decirlo sin hacerte daño-.Bajó la vista y casi en un susurro que apenas oí me dijo: eres adoptada.
Les miré a ambos y en aquel momento mi mundo se derrumbó.
En los ojos de mi padre había lágrimas. Nunca le había visto así. - No podemos tener hijos y decidimos adoptar un niño y después de una larga espera de años, un día nos llamaron y te fuimos a recoger a Madrid. Apenas tenías tres meses y estabas en una cuna envuelta en una toca blanca. Cuando te vimos por primera vez supimos que tú eras nuestra.
-¿Cómo podía pedirle para reyes una Wii, si ni siquiera eran mis padres?- fue lo primero que pensé- ¿si me portaba mal me echarían de su lado? ¿Debería seguir llamándoles papá y mamá?...- no conseguía pensar con claridad. Un montón de preguntas se agolparon en mi mente en un segundo y un nudo empezó a oprimirme el pecho. Mi madre me levantó y me acunó en su regazo como cuando era pequeña, mientras llorábamos juntas no cesaba de repetir que yo era su niña y que nada había cambiado.
Hablaron conmigo explicándome el proceso de adopción y lo poco que sabían de mis padres biológicos. Estuvieron toda la tarde intentando que entendiera que nada cambiaba en mi vida, que me lo habían dicho ante la posibilidad de que me enterara por alguien de fuera.
Los siguientes meses fueron pasando aunque con una sensación de inseguridad. Era como vivir de prestado pensando que en cualquier momento me devolverían al lugar de donde vine. Cuando me enfadaba y contestaba a mi madre, me pasaba la noche despierta esperando que vinieran hacer mi maleta.
Poco a poco a medida que crecía se fue normalizando mi vida al darme cuenta que nada de lo que yo temía se hacía realidad y que mis padres se comportaban igual que siempre. A pesar de todo en mi cabeza siguieron rondando preguntas sin respuestas: ¿Quién? ¿Por qué? ¿Cómo?...
Construí historias sobre mi madre biológica y el por qué de su abandono, en todas terminaba intentando encontrarme. A los 20 años decidí saber quién era, que pasó y por qué me dejó. Estuve investigando y conseguí un nombre y una dirección y un día, puse en casa la excusa de una excursión de un fin de semana y me fui a conocerla.
Vivía en un barrio de clase obrera en Madrid y el bloque era uno de tantos de protección oficial que pueblan nuestras ciudades. Su piso estaba en el tercero. Me daba miedo llamar al portero automático y dar explicaciones a través de un interfono, así que esperé pacientemente a que algún vecino saliera para poder colarme. Una señora que sacaba a pasear el perro me facilitó la labor.
Cuando llamé al timbre y me abrieron la puerta encontré a una mujer de mediana edad, llevaba una bata de flores con algunas manchas, el pelo teñido de rubio platino y un cigarrillo pendía de sus dedos. Me miró y me dijo - ¿qué quieres? ¡¡No compro nada!!
La miré sonriendo, sabía que era mi madre porque tenía una foto sacada de internet aunque morena y un poco más joven. Le dije quien era yo y en ese momento la vi palidecer y su actitud se volvió fría y distante. Esquivó mi mirada y con un gesto contrariado me dijo que pasara que ahora estaba sola.
-¿Qué haces aquí?- me preguntó nada más entrar -. Fuiste un error en mi vida e intenté subsanarlo.- siguió diciendo sin ni siquiera esperar una respuesta - Me aseguraron que nunca sabrías de mí. Ahora ¿qué quieres?, yo no voy a darte dinero, mi marido está en el paro y no puedo mantenerte y tampoco tengo ninguna obligación contigo.
Intenté controlar el llanto, muy despacio le pedí perdón y comencé a caminar hacia la puerta sin apenas escuchar que me decía. Oí como cerraba con un portazo mientras yo bajaba las escaleras casi sin ver debido a las lágrimas y repitiéndome lo tonta y estúpida que había sido.
Jamás conté esto a nadie. Mis preguntas quedaron en el aire porque la primera y más importante: ¿Quién? Había sido contestada y la respuesta no era la que imaginé.
Ya soy madre, tengo una niña de 12 años y ni ella ni mi marido saben que soy adoptada, no es importante porque ahora comprendo que el título de padres no lo otorga la sangre, únicamente el cariño que ofrecemos a los hijos es lo que nos da esa cualificación.
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